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domingo, 2 de mayo de 2010

Extensión en 'Tiempo, deseo y saber' III


Respecto de cómo había quedado el ensayo con la última extensión, acabo de agregarle una sección final ("Telón"), que escribí ayer en "Invisibles 06.odt" y reformé hoy en "Invisibles 07.odt", y de retitular las secciones. Ahora se ve así:


Primer acto

Sinop­sis

De­seamos lo que no sabe­mos si habrá o no habrá (“Oja­lá mañana llue­va”), si hay o no hay (“O­jalá esté lloviendo al­lá”), si hubo o no hubo (“El co­man­dan­te y la trip­u­lación les de­sean que hayan tenido un buen vi­a­je”). El no sa­ber so­bre un evento lo ha­bilita a ser ob­jeto de de­seo o mo­tivo de temor (que es la forma nega­tiva de la es­per­anza, que es la ver­sión pa­siva –ex­pec­tan­te– del de­seo de un even­to).

Es­cena 1. Toma 1.

La jer­ar­quía do­lorosa del temor se monta so­bre u­na línea de tiempo en la que los even­tos temi­dos se ori­en­tan (co­mo pos­te­rio­res, si­multá­neos o an­te­rio­res) re­specto del mo­mento en que se los teme, el pre­sente de la ex­pe­ri­en­cia. Así, may­or que el miedo a que (o el de­seo de que no) pa­se algo in­de­seado, de man­era in­mi­nente o ad­viniendo a lo lejos, es el miedo a que (o el de­seo de que no) esté pasando algo in­de­seado; y may­or que éste es el miedo a que (o el de­seo de que no) haya pasado algo in­de­seado. Lo ir­rev­o­ca­ble es más temi­ble que lo im­pa­ra­ble (o irrestañable), que es más temi­ble que lo in­mi­nente, que es más temi­ble que lo in­ex­o­ra­ble.
La en­ergía con­tra temores, miedos y ter­rores se gasta menos cuanto más ale­ja­dos del pre­sente de con­cien­cia y conocimiento es­tén sus cau­santes; tam­bién, cuanto más jus­ti­fi­cado esté ese no es­tar en­te­ra­dos que hace posi­bles o sen­satos aque­l­los de­seos o temores.

Es­cena 1. Toma 2.

To­dos los de­seos que es­tán a fa­vor (las es­per­anzas) o en con­tra (los temores) de un he­cho posi­ble di­cen sus pref­er­en­cias so­bre lo que no se sabe (qué pasará, qué va a pasar, qué pasa, qué ha pasado: de menor a may­or gasto emo­cional, de may­or a menor jus­ti­fi­cación por no es­tar en­te­ra­dos). (En rig­or, el grado de menor jus­ti­fi­cación no lo tiene el pasado, que es siem­pre de lo ausente; es el que com­bina el pre­sente con la pres­en­cia: si de­seás –o temés– es­tar leyendo esta página es porque no sabés que es­tás leyendo esta página, lo que de­bería pre­ocu­parte doble­mente.)
Para decirlo más simple: las ex­pec­ta­ti­vas, fa­vorables o desfa­vorables, se tienen so­bre (una noticia de) un pasado, un pre­sente o un fu­turo des­co­no­ci­dos (de man­era in­ev­i­ta­ble, en el úl­timo caso, y ev­i­ta­ble, en los dos primeros –en evi­tarlo con­siste el es­tar en­te­ra­dos).

Es­cena 2.

En cam­bio, lo que se sabe o lo que se cree que es cierto no ha­bilita de­seos, sino co­mo mu­cho fan­tasías con­trafácti­cas: utópi­cas (sé o creo que pasará A, y fan­taseo cómo sería si en ese mo­mento pasara B); bur­reras (sé o creo que va a pasar A, y fan­taseo cómo sería si de pron­to pasara B); en­soñado­ras (sé o creo que está pasando A, y fan­taseo cómo sería si es­tu­viera pasando B); y nos­tál­gi­cas (sé o creo que ha pasado o pasó A, y fan­taseo cómo sería si hu­biera pasado B).

Es­cena 1+2.

Re­sum­iendo, el carecer o el disponer de conocimiento re­specto de algo de­cide qué clase de de­seo pode­mos tener so­bre ese algo, si es que va­mos a tener al­guno: si lo cono­ce­mos, pode­mos fan­tasear al­ter­na­ti­vas (to­das menos la cono­ci­da); si lo de­scono­ce­­mos o lo­gramos ig­no­rarlo, pode­mos de­searlo, en­tre otras al­ter­na­ti­vas. En am­bos ca­sos, cono­ciendo o descono­ciendo, siem­pre ex­iste la al­ter­na­tiva de per­manecer sin de­sear, ni ju­gando con ni ju­gado por.

Segundo acto

Escena 1. Toma 1.

Si el futuro es inevitablemente desconocido, es porque el presente es la frontera entre lo que se puede conocer y lo que no se puede conocer. (Desde ya, que se pueda conocer no significa que de hecho se conozca; hay posibilidades ya o aún desperdiciadas o aún no aprovechadas.) ¿Y qué se puede conocer? Se puede conocer de lado a lado lo que fue o ha sido, lo que ocurrió o ha ocurrido, o se puede “conocer” par­cial­men­te lo que es, lo que ocurre (es decir, leer una relación entre acon­teci­mien­tos frag­men­ta­rios para inferir el evento que traman –algo que en rigor en el futuro se envasará como evento, se termina­rá de constituir, se empaquetará como un dato portable y enviable). Pero no se puede conocer lo que, en lugar de ser o haber sido, va a ser o será.
La otra parcia­li­dad alojada en el presente es el desco­no­ci­mien­to de lo que viene ahora, de los límites precisos que tiene el evento en el que estoy inmerso, cuando no del evento mismo. A diferencia de este desco­no­ci­mien­to, el del si­guien­te evento de la historia, que pertenece al vecino futuro, no es parcial sino completo, com­ple­ta­men­te exterior. Vuelvo al prin­ci­pio: el presente es esa mem­bra­na que separa y envuelve lo que se puede conocer, que queda del lado de adentro, de lo que no se puede conocer, que queda al otro lado. Habitamos mi­nús­cu­la­men­te esa burbuja cognoscible.
Suplimos y subsanamos el des­co­no­ci­mien­to parcial del evento pre­sen­te y el total del evento futuro, los dos desconocimientos ine­vi­ta­bles que hay, con suposiciones, conjeturas, creencias, ima­gi­na­cio­nes: todas formas de certezas postizas o provisorias sobre aquello de lo que no puede haber conocimiento.

Escena 1. Toma 2.

Entre mis ocho cartas del chinchón, algunas ya forman un juego, otras están dispuestas u ordenadas para formar uno ni bien se les sumen una o dos cartas esperadas, y otras son de descarte, porque no integran ni están próximas a integrar ningún juego. Arriesgo dos analogías. En un nivel menor, las cartas son los estados y las situaciones, y los juegos que forman o están por formar son los acon­teci­mien­tos. En otro nivel, mayor, las cartas son los acon­te­ci­mien­tos, y los juegos que se forman o buscan formarse son los eventos. El mazo que nos abastece es el futuro; el abanico de ocho cartas que tengo cada vez es el presente: en él hay algún juego hecho y otro espe­ran­do hacerse.

Escena 2.

El que se limita a saber, se limita a observar el mundo. El que además desea participa del mundo, para hacerlo –en el frag­men­to que le importa– como puede ser y desea que sea. El que fantasea contra lo que sabe o cree, ya casi no observa y todavía casi no participa: se abstrae y se concen­tra en el simu­la­cro de otro mundo.
El gasto que ocasiona la tarea adicional de mantener ese simula­cro es una energía emocional que puede alimentar el creci­mien­to de ciertas obse­sio­nes, de ciertos rasgos de amor impo­si­ble. (No sólo ponemos energía en lo que idola­tra­mos; también puede que idola­tre­mos aquello en lo que pone­mos ener­gía.)

Escena 3. Toma 1.

De una experiencia muy intensa (placen­te­ra o dis­pla­cen­te­ra), tanto la evo­ca­ción como el retorno invo­lun­ta­rio a la escena me reedi­tan el trance de una incer­ti­dum­bre, el momen­to en que algo que no podía mensu­rar me sobre­ve­nía, para mi bien o para mi mal; no me sitúan ni antes ni después, sino durante la expe­rien­cia de que algo se gesta sin que me sea posible presu­pues­tar energías para asimi­lar­lo. La parálisis a que me somete esa incapaci­dad transito­ria de estima­ción se parece a la pará­li­sis de la duda: no puedo hacer nada porque no sé qué hacer; quedo reducido a una pasivi­dad anhe­lan­te o resis­ten­te, pero siem­pre expec­tan­te.
Según la disipación de la incer­ti­dum­bre vaya con­tra­rian­do –te­mo– o hala­gan­do –espero– mis deseos, sentiré dolor o placer. En el placer, soy sosteni­da o incre­men­tal­men­te sorpren­di­do e intriga­do; en el dolor, sostenida o incre­men­tal­men­te de­cep­cio­na­do y desinte­re­sa­do. (En la his­to­ria de amor ideal, cada uno es soste­ni­da o incremen­tal­men­te sor­pren­di­do e intrigado por el otro, o sea, no deja de conocer ni de ser cono­ci­do –si no es recí­pro­co, la histo­ria es de fasci­na­ción, que es la mitad soli­ta­ria de un amor.)

Escena 3. Toma 2.

Volvamos a la sensación pesa­di­lles­ca de estar en el mo­men­to en que algo indesea­ble se empieza a hacer irrever­si­ble, irrevo­ca­ble, ya desde antes de con­su­mar­se o a más tardar cuando em­pie­za a ser. Ése es el momento al que nos transporta una evocación poderosa de algún trance crucial. Es un mo­men­to durante el que no podemos medir cuánto nos afectará lo que viene (o nos espera). O aun peor: ya sabemos (o creemos) que será mucho y para mal, tanto que no podremos con­tra­rres­tar­lo, impo­ten­cia que nos hace atrave­sar el peor tormen­to con la máxima sensibi­li­dad y lucidez. O la incerti­dum­bre o la certi­dum­bre alucina­to­ria de estar gestán­do­se una catás­tro­fe, casi la lucidez del em­pa­re­da­do. O ninguna (cuando se las necesita) o dema­sia­das previsio­nes, muchas enor­mes (cuando se las necesita filtrar o desinflar).
Una cosa es razonar que el delga­dí­si­mo presente es lo único que tenemos para perder, y otra es experi­men­tar ese único tiempo en que se vive, o en que mejor se registra que se vive, que es el tiempo de la concien­cia. (El ahora se experi­men­ta nece­sa­ria­men­te ahora, si se me tolera la perogru­lla­da; una experiencia tardía o una prematura del instante, además de contra­dic­to­rias, involucran suce­dá­neos furtivos del ahora, recuer­dos o previ­sio­nes mal reco­no­ci­dos.) Si la experien­cia es displa­cen­te­ra, es la de una incer­ti­dum­bre; si es pla­cen­te­ra, es la de un trance o un éxtasis (sexuales, creati­vos, contem­pla­ti­vos, etc.).

Escena 4.

El temor, como la inercia, es una resis­ten­cia al cam­bio de situa­ción (un re­plie­gue, una concen­tra­ción de fuerzas). El deseo, al revés de la inercia, es una resis­ten­cia a la perma­nen­cia de la situa­ción (un des­plie­gue de fuerzas, una expan­sión). La regla de cada uno se traduce en la asocia­ción anóma­la del otro, como el anverso y el reverso de una misma emoción: el temor a cambiar de situa­ción y el deseo de permane­cer en ella, por un lado, y el deseo de cambiar de situa­ción y el temor a perma­ne­cer en ella, por el otro. Son la primera y la segunda línea de combate contra la frustra­ción provo­ca­da por el cambio y la perma­nen­cia indesea­dos, respec­ti­va­men­te, con los que la otredad se nos opone.

Telón

Todo cambio es un cambio de inercia, si tiene un después. Los cambios de inercia pueden ordenarse de una menor a una mayor demanda de energía, y de menor a mayor duración del esfuerzo e incerti­dum­bre de éxito, ya sea para esquivar el cambio –si es desgra­cia–, o para alcan­zar­lo –si es suerte a favor–. En definitiva, de una menor a mayor incomodidad. En ambos casos, se trata de reaco­mo­dar­nos en la nueva iner­cia, asimilar el nuevo patrón de movi­mien­to hasta el si­guien­te cambio en la his­to­ria de nues­tra existen­cia.
En esa historia se puede reconocer este hilo del tejido, o tal vez punto de costura: cuando los cambios de inercia pasan de incre­men­tar­se a disminuir (hasta el límite de llegar a extin­guir­se), y de ser inten­sos a ser insig­ni­fi­can­tes, pasan cada vez más de expe­ri­men­tar­se a evo­car­se. Esos ejer­ci­cios cre­cien­tes de evoca­ción pos­ter­gan el olvido de lo que se está dejando de frecuen­tar pero todavía se revisita cada tanto o de lo que se acaba de perder o abandonar; es la manera de rete­ner­los presen­tes cuando ya no se los tiene presen­tes, que es una de las cosas que es recor­dar. Por incipiente que sea, el reem­pla­zo de una expec­ta­ti­va por un anec­do­ta­rio es sínto­ma de un can­san­cio vital; cuando la avidez de aven­tu­ra y nove­da­des es progre­si­va­men­te des­pla­za­da por una aver­sión al cam­bio, la bajada del telón pasa de ser temida a ser esperada.


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